Sin llegar a padecer el llamado mal del artista, obedecía sin
embargo a un designio, a una llamada trascendente que determinaba por completo
su comportamiento. Lo que fuere producía en él un hambre que desbordaba su
voluntad, y así las cosas no es de extrañar que se concibiera a sí mismo como
miembro de una comunidad mística donde lo esencial le era dado y no había
posibilidad alguna de aprendizaje. Escribía –como amaba- por necesidad.
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