lunes, 8 de marzo de 2010

EL REINO OSCURO

Las cataratas de mis ojos, lechosas e irreales, me impedían distinguir con claridad la inorgánica transparencia de aquel atardecer. Tardé algún tiempo en darme cuenta que la realidad era otra y que, con cataratas o sin cataratas, no se veía lo que se dice un pijo. De hecho, cualquiera diría que hacía muchos siglos que no se veía por allí ningún atardecer. En aquella estancia la opacidad lo era todo. Era también profundidad. Y pesadez. Digamos que era una oscuridad muy profunda y pesada, de ahí que todo pareciera inmutable. Ni que decir tiene que, entre lo despistado que soy y ese galimatías de brumas y negruras, tan tremenda, tan absoluta, ninguno de mis yos había podido localizarme. Y todo ello aún a pesar de las señales que con astucia iba dejando aquí y allá, cuan Pulgarcito en medio de aquel enjambre de turbiedad. Me sentía extraño como una estrella en el amanecer, y algo había que hacer. No es que yo pretendiera, dios me libre, alterar en modo alguno el estado de oscuridad reinante. Pero algo había que hacer si quería continuar tras el rastro del tiempo que nunca existió, que era exactamente lo que estaba haciendo antes de caer no sé cómo en aquel pozo oscuro. Separar el cuerpo de la oscuridad, y viceversa, separar la oscuridad del cuerpo, resultaba una tarea titánica con visos de imposible, pero fue lo que intenté. El resultado fue que mi cabeza se puso a dar bandazos por la habitación como un globo que perdiera aire, sin que ninguno de sus gestos de peonza loca hiciera mella en la negrura y la cerrazón de aquellas sombras opacas y tenebrosas.

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