martes, 30 de marzo de 2010

LA OBLEA DE SU LENGUA

Caminaba como quien algo desea, pero no era el Deseado. Mil veces mudo, mis oscuros ojos de turba y madera provocaban en quien tenía la osadía de mirarlos con cierto detenimiento algo parecido a la estupefacción. Veían en ellos el deseo, el auténtico milagro de la verdad árida. Impecablemente excesiva, su belleza me resultaba por momentos aterradora. El deseo de su carne era tal que detectaba en el aire su presencia, la olía. Tiempo. Pensaba que hacía falta tiempo para que el invierno mudase en primavera y para que esa mezcla de veneno y agua convirtiera la materia sin gracia que me da soporte en algo no menos desgraciado pero más soportable. Pensaba también en la oblea de su lengua derritiéndose en mi paladar. Tiempo, me decía, hace falta tiempo.

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