Por mucho que uno decidiera descoserse el ombligo y desembuchar aquello que atesora en su interior, lo cierto es que tanta acumulación de silencio y soledad no daban lugar a acontecimientos dignos de escritura y memoria. Así las cosas, no le quedaba otra que refugiarse en su imaginación o, a unas malas, revivir escenas piadosas por otros imaginadas, como la que tuvo lugar en las playas tunecinas cuando Eneas gozó de la hermosura de Dido.
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