Sólo eran dos, sólo dos, dos ojos que se bastaron y se sobraron para, solitos, adueñarse de un sol sin luz. Un clamor de amarillo grasiento y maldito se introdujo en sus pupilas, seguido de un mar, que resultó no ser mar sino desechos de un líquido ingrato repleto de bocas, mejillas, dedos y memoria, al que siguieron restos de perdones, desprecios y celos, todo mezclado en un barullo cruel de ceguera y naufragio.
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