Colérica, la obsidiana observó al topacio mientras que éste, impávido, hacia lo propio con la obsidiana. Se observaban, en fin, la obsidiana y el topacio, y en ese detenerse la mirada del uno en la del otro, las entrañas se ambos se inundaron de amargura. Menos mal que empezó a llover, y que como resulta habitual en sus momentos de plegaria, la lluvia hizo sonar su tintineo amoroso preñando el aire de humedad y dulzura.
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