Lo único que faltaba para que ese rincón del parque adquiriera
tintes absolutamente sublimes era algo parecido a un ángel caído, y aquel señor
sin duda lo era. Paralizado y algo viejo, como si de un residuo geológico se
tratara, el tal señor, al que no le pongo nombre porque nadie le conoció bajo
nombre alguno, leía con atención el suplemento dominical de un diario de tarde,
un ejemplar publicado en el año del señor de mil novecientos setenta y tres.
Sepultado como estoy bajo montañas de datos, apenas si lograba captar el hecho
de que la vida, considerada en tanto que cadena de posibilidades, me estaba
brindando una oportunidad única, trascendente. Me senté a su lado, puse la
vista sobre el estanque de los patos, y me dispuse a esperar el saludo del ángel.
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