Como resultaba que en paz descansaba ya desde hacía un buen
tiempo, y como además gozaba de dios en la medida de sus posibilidades, que
eran muchas, no se entendía muy bien ese fulgor de tristeza que embadurnaba sus
ojos. Incomprensiblemente, añoraba el tacto de las viejas sillas de enea, y el rasgueo
de su vieja guitarra capaz de impedir el sueño de las perradas. La
contemplación de la dicha misma, que en muchos provocaba alucinaciones y en la
mayoría ceguera, inducía en él una suerte de terror de baja intensidad nunca
visto por aquellas estepas celestiales.
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