Sufría desmayos regulares, más o menos a eso de las once del
mediodía, desfallecimientos éstos que la mayoría del vecindario achacaba con
acierto a la falta de sustancias ingeridas, o al hambre si queremos ser más
claros, algo habitual en aquellos años de posguerra. Por lo demás tuvo una
infancia feliz, aunque hay que decir que, fueron tantas las canalladas que tuvo
que ver o escuchar desde bien chiquito, que en los cuentos infantiles siempre
estuvo de parte del lobo feroz. La lógica de este mamífero placentario le
parecía aplastante, y su perseverancia digna de elogio. Para dulcificar estas
desviaciones tortuosas de su conducta moral, ensayaba sonrisas delante del
espejo.
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