Tumbado en la cama mirando al techo contempló la felicidad durante
una hora. Luego se cansó, fue a la cocina y abrió una naranja. Entre los gajos
del cítrico también le pareció encontrar restos de una placidez fresca y jugosa.
Lo mejor de todo es que toda esa dicha resultaba llevadera, sostenible en el
tiempo, que no sentía dolor alguno, y que podría seguir viviendo así –de hecho
quería seguir viviendo así- lo que le quedaba de vida. Algo o alguien lo había
arañado, y se sentía bien.
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