Vagabundeaba por los callejones como una cenicienta perdida y algo
atormentada, y no se sabe muy bien si por su aspecto, por su forma de andar, o
vaya usted a saber por qué, el caso es que su mera presencia excitaba hasta
extremos considerables los sistemas sensoriales de cualquier bicho viviente con
el que se cruzaba. Se llamaba Jacinta, y el chubasco que diariamente se abatía
sobre sus ojos no le impedía recordar puestas de sol insoportablemente
hermosas.
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