La mañanita se personó en forma de una extraña luz color perla que
se deshilachaba con tal desgana sobre su cabeza. Tal era su indolencia que daba
pie a pensar en lo que ocurriría si el día menos pensado se quebraran sus
manojos de hebras luminosas: el esqueleto quedaría mondo y lirondo, y la luz mudaría
en no más que exiguos lamparones de lumbre. Lo asombroso es que al individuo en
cuestión no le atenazaba temor alguno. En lo más hondo de su pecho algo
brillaba, y eso bastaba.
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