domingo, 28 de febrero de 2010

EL SUPERVIVIENTE

Movido por la idea de no moverse ocurriera lo que ocurriera, el superviviente se puso a discurrir. Y los caminos por los que discurría su inquieto discurrir no siempre resultaban fáciles. Discurría preguntándose, por ejemplo, de cuándo acá es que le vino ese ansia por embeberse en la melancolía, ese afán por refugiarse en los reinos del silencio. Lo cierto es que nació superviviente pero no lo sabía y tardó un tiempo en darse cuenta de la verdadera naturaleza de su ser. Y cuando lo supo ya era tarde. El no quería bajo ninguno de los conceptos acabar siendo un oscuro y trágico impostor, así que, aún siendo como era un superviviente, tuvo aprender a ser un superviviente creíble. Perverso, incómodo en su interior, el superviviente se sentía roto, bifurcado entre el objeto que siempre quiso ser y la constatación evidente de esa misma ausencia. Cuando llegaba el verano los supervivientes se reunían para mirar el agua. Y así, tocadas sus pieles por el sol y los mares océanos, los supervivientes se ponían más guapos. A veces había problemas y, para evitar que todo terminara en un inmenso naufragio, los organizadores recordaban a los supervivientes por todos los medios a su alcance el conocido dicho de que es con los mimbres de la ficción como se construyen las realidades, incluso las realidades como castillos de grandes. Claro que el superviviente no recordaba, o creía no recordar, ningún castillo. Pero si recordaba los bailes. A propósito del baile el superviviente discurría que, antes que agotarse él, todo buen superviviente está llamado a agotar la danza. Los más espabilados ya lo habrán adivinado: en realidad él no era ningún superviviente. Más bien era un viviente normal. Un viviente del montón, con la única diferencia de que éste viviente sobrevivió, nadie sabe muy bien cómo, a todas las plagas y epidemias que penas con las que el todopoderoso tuvo a bien ponerle a prueba.

No hay comentarios:

Publicar un comentario