Vivo camuflado entre el cinco y el uno por mi propia seguridad. Y es también por mi propia seguridad que bajo la reluciente armadura de señor civilizado luzco unos cómodos ropajes de loco irredento. Y vuelo. Y me complazco en mi volar. Lo peor de todo es lo del aura. Me miro en el espejo y aparezco nimbado con un aura estúpida que no me suelta ni a sol ni a sombra. Y es de esa guisa ridícula como participo de cada temblor estelar, procurando, eso si, dejar fijas a las estrellas inmóviles y quietas a las más fijas. No es de extrañar que con este panorama sea dios en persona el que me llame la atención, en la misma forma y proporción que la Vía Láctea corrige los comportamientos inadecuados de la más humilde de las hormigas. Pero no hay de qué preocuparse. Aún a pesar de vivir preso de la económica vidriosidad de un llanto que no terminar de irse, pareciera que aún dispongo de todo lo necesario para no morir.
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