miércoles, 3 de febrero de 2010

TRISTEZA INVERNAL

Creí haber preparado el corazón para el invierno. Evidentemente, los esfuerzos desplegados no han sido todo lo eficaces que cabría esperar. Pensé que la piedra, el árbol y las ristras de besos estratégicamente ubicados a modo de relicarios tras cada puerta de la casa me protegerían de las nubes de culpas. No ha sido así. El dolor que me aprieta en el costado después de tantos años de cal sigue henchido y me desvela. De hecho, el ronco eco de la tristeza invernal apenas si puede competir con el redondo recuerdo en el que se sustancia el gruñir del grillo. Así pues, si comparamos los inviernos, el de hoy es más invierno que el de ayer. A deshora y cansadas, blancas de pan, se entregan las preguntas al sacrificio de unas bocas cada vez más heridas, cada vez más desterradas al oprobio del olvido. Desesperado, recurro a los ritos del canto, muerdo los conjuros sin otro instrumento que el de la fría dentellada, y abrazo el vértigo con todas mis fuerzas mientras cierro a cal y canto los postigos del alma. Nada. El mal ya está hecho. Derrotado, arrío en medio del patio naranjino las armadas sonrisas y los sagrados estandartes, haciendo entrega a la noche de los secretos mapas del sol.

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