martes, 16 de febrero de 2010

SAN VALENTÍN

Se acercaba la noche de San Valentín y aquella muchacha decidió merendarse un hombre. Y el elegido fui yo. Eso es todo. La operativa no resultó en absoluto complicada. Servidor mendigaba como de costumbre su ración diaria de besos y la muchacha se acercó a su víctima como una gata melosa envuelta en una mezcla extraña de sigilo y desparpajo. Empezó echando en mi escudilla, a modo de aguinaldo, un buen puñado de miradas. A esta primera dádiva sumó después un segundo obsequio consistente en un manojo de besos grandes y jugosos, a los que más tarde sumó la propina de uno puñadín más de caricias. Al cabo de un rato la escudilla se llenó de miradas, besos y caricias en la suficiente cantidad y calidad como para que el hombre objeto de merienda no tuviera nada que objetar al sacrificio del cual sería objeto. Todo se desarrolló con respeto y lentitud. Fue indoloro.

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