El olor de la azucena y su implacable dulzura llegó hasta el hemisferio derecho de su corteza cerebral y fue allí, en contacto con el recuerdo, donde el olor se transformó en dolor. El portador, ultrajado, quedó convertido en un titán que, haciendo uso de sus dientes de piedra y abuso de sus palabras de trueno, recogía matorral de invierno y preparaba imaginarias hogueras de encina y avellano. Cualquier cosa con tal de disimular su mirada hundida en el recuerdo de oscuras y cálidas humedades.
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