Más insomne que nunca, el número se refugió
en un mar estadístico repleto de humus y falsos sueños de realidad. Para colmo
de males, la luna tuvo una mala siesta, se imaginó al borde de un abismo
repleto de migrañas, y nadie quiso creerla. Al fin, sólo quedó una sombra, una
especie de aire entintado que paseaba su ausencia por lo que parecía un museo
de viejos despropósitos. Para cuando quisieron darse cuenta llegó el dos mil
cien, y estaban ya con el agua al cuello.
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