Tras la vieja ventana de madera, ausente del mundo, observaba con ojos de
lechuza degollada cómo un sol lánguido y consciente de su derrota se batía en
retirada dejando paso, un día más, al reinado de la noche. Observaba también
sus propios bostezos, y el misterio del constante fluir de las cosas y de la
vida. Era otoño, y lo sabía, como también sabía que en ese instante hubiera
cambiado toda la lucidez de Heráclito por un beso que, proveniente de la boca
prometida, le aportara siquiera un gramo de sabor y otro gramo de consuelo.
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