Desconociendo
como desconocía la teoría agustiniana de la predeterminación, se sentía sin
embargo predestinado a pecar contando historias imposibles. Se trataba, bien es
cierto, de pequeñas infracciones morales,
de pequeñas mentiras, de las que tardaba poco o nada en arrepentirse. Empero,
era tal la envergadura del deseo que le animaba a perseverar en el camino de la
mentirijilla y el error que, en su caso, el remordimiento no era otra cosa que
el preludio de un pecado aún mayor.
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