Decidió cambiar su suerte un día de esos en los que el sol no iluminó lo
suficiente. Y no se le puede reprochar. La quería tan mar, tan ola seca, a
veces la quería tan caricia imposible, que no dudó en ponerse la extrañeza por
sombrero y reírse a calzón quitado de las sombras de silencio viciado que
traspasaban un día sí y otro también el corredizo nudo de su garganta. Siendo
cierto que, salvo la risa, nada cambió, el intento mereció la pena.
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