A la innata zanganería y estupidez propias del personaje, debería
añadirse el día de autos un cierto sopor propio de la sobremesa del domingo. No
se dio ni cuenta. Envuelto en un halo de bruma, aquel núcleo blanco
perfectamente irreconocible fue ascendiendo desde el corazón hasta algún lugar
del cerebro, y allí se quedó. Sin amargura, sin cinismo, tuvo que abandonar por
fin su permanente coqueteo con la desidia, y rendirse a la evidencia.
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