Acostumbraba a perseguir con los ojos cerrados la imagen de su
madre por el jardín, y reía con estruendo cuando por fin lograba asirla por la
falda o por el delantal. Pero su risa no era alegre. Sabía que, tarde o
temprano, la fragancia de las dalias rojas chocaría contra su cara, provocando
en sus entrañas un dolor sordo y frío, como sabía también que, a renglón
seguido, los recuerdos se convertirían en espectros resbaladizos, cuando no
imposibles.
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