Con los ojos casi muertos, como de extrarradio, y con el ser algo
vago y confuso, como solía ser habitual en él, observaba cómo la canícula
abofeteaba los rostros de los incautos parroquianos que, en aquellas horas del
medio día, se aventuraban a cruzar ese secarral con aspecto de plaza pública
que tenía frente a su ventana. Y en eso estaba cuando, sin venir a cuento, de
improviso, en su mente se hizo presente el recuerdo de aquél amor que, en su
incurable locura, adoptó con el transcurrir del tiempo un inconfundible olor a
insulto. Demasiada tensión para la hora y el día. Cerró la persiana, bostezó, y
volvió al exilio sombrío y permanente en el que solía encontrar refugio, al
otro lado de la existencia.
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