Una
inmensa fortuna familiar le había permitido crecer sin más amargura que la que
cabe en un par de gin-tonic. De vicios ignotos, y en permanente coqueteo con la
desidia, solía almorzar solo en el comedor de aquel palacete a orillas de un
conocido lago de Basilea, mientras era observado por un Picasso de la época
azul que no daba crédito al suplicio que, a modo de soberano aburrimiento, le
había tocado padecer.
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