Un escalofrío se apoderó del mundo, y la madrugada quebró. Sin aspavientos. Sin teatros. Tras la andadura de las aves carroñeras que te roban la voz, sólo quedó el amargo aliento propio de los soliloquios de café, y el recuerdo de unas playas olvidadas que adivinan el enfado. Y la sangre empedrada. Y un canon de silencio.
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