Dejándose llevar por el dulce vaivén de la mecedora, flotando en
la abstracción, disimulaba su aburrimiento recreando vidas de santurrones y
mártires, existencias todas ellas que se reproducían en su cabeza como
imitación cobarde de ácidos desoxirribonucleicos completamente ajenos. Y en
esto estaba cuando escuchó ruidos en la alcoba que se encontraba al otro lado
del corredor. Su insensata curiosidad estaba justificada ya que, no sólo se
trataba de la habitación en la que reposaba su esposa, sino que sabía de buena
tinta que los más grandes espectáculos del mundo pueden ser vistos en los más
humildes dormitorios.
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