Loco de toda locura, y armado con el yelmo de Mambrino en la cabeza, puso sal en su mollera con el sano fin aminorar el cúmulo de tristezas y melancolías que se adueñaban de su alma y aliviar así el monótono devenir de los trabajos y los días. No lo logró en modo alguno, pero no se llamaría él como se llama, ni sería hijo de quien es, si no volviera a intentarlo.
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