Encuclillado bajo el techo de la vieja chimenea, escuchaba al carbón roncar y gemir a los cobres, mientras disertaba a las astillas a propósito del triste destino de su mujer, gran mujer por cierto de prominentes bigotes y aspecto caballuno, a la que su gusto por el bonito fresco provocó una sobredosis de mercurio de mal pronóstico. La noche era azul claro de luna, y se fue a dormir creyendo tener alma.
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