Sus tiernas manos, construidas para otros oficios y entretenimientos, no daban abasto para responder a tanto estímulo proveniente del profundo pozo del dolor. Su piel de amarillo caduco envolvía y revolvía imaginaciones que a nada conducían, viendo las cosas no como eran sino como se supone que debían ser. Al fin, la carne quedó disuelta en el frío, y la nada se adueñó del todo.
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