Aunque la tenía, no siempre hacía gala de su capacidad de razonar, especialmente desde el día aquél en que, andando de puntillas sobre la helada superficie de la habitación, llegó a la cama y, tumbada sobre su lado de la almohada, empezó a hablarle de sí misma. Sus palabras formaban parte de una clase realidad difícil de entender, pero de paparruchas no tenían nada.
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