Pensativo en demasía, el primer hombre que tuvo un catarro en el mundo se preguntaba a cuento de qué le había tocado a él ese inédito emponzoñamiento, ese hundirse en los profundos abismos repletos de achíses, moquerías y decaimientos que en nada ayudaban a mejorar su precaria subsistencia. A medio camino entre la tradición carolingia y la tradición artúrica, no hacía más que estornudar a troche y moche, y se temía lo peor.
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