Sin poder para comprar alma alguna, y con el cuerpo lo suficientemente desgastado como para evitar la tentación de ponerlo en venta, se sustentaba gracias a ideas dulces y peregrinas como la existencia del cielo y la lotería. Tenía los ojos vidriosos y algo extraviados, y fundaba su sospechosa felicidad en el dicho de donde hay ignorancia hay felicidad, verdad ésta que solía rematar, a modo de muletilla, con la frase de “soy más feliz que un cubo”.
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