Agónico como el hielo, llegó a sus brazos desde un trocito de olvido cristalizado en materia. Allí, no sin enojo, un coro de desiertos le abrió sus brazos. Y allí quedó. Y allí se dejó mecer en el vaivén de los trabajos y los días hasta quedar convertido en huésped de sus propios sueños. Y fue allí también donde vio el agua llorada secarse sobre su propio pecho.
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