Testigo
de algo cercano al misterio, a lo innombrable, se dejaba llevar por un aria que
flotaba en el aire con el temor propio de quien no quiere volar con la bandada
equivocada. Su indecisión, unido a la sequedad de su alma, a punto estuvo de
perderle una vez más. Hay que explicar, a modo de eximente, que la canícula
hacía su trabajo y que, como brasas recién traídas del infierno, el calor caía
a plomo dejando humeantes recados sobre su sien.
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