Todas
las tardes, justo después de la novela, se sentaba en la mesa camilla del salón
y recitaba los misterios. Tuvo suerte porque, con el transcurrir del tiempo que
todo lo revela, algunos misterios se olvidaron mientras otros nuevos cobraron
vida y se les podía ver crecer como relámpagos en medio de las letanías. Esa
mezcla de gozo, dolor y gloria, de novedad y tradición, le hacía bien.
Terminados los misterios, cosía algo y se preparaba para la cena.
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