Murió de pena al imaginarle muerto, y
muertos ya los dos, tardaron lo suyo hasta volver a revivir en un ser que les
perteneciera a ambos. Y fue así, milagrosamente vivos, como se hicieron
compañía en esas tardes solitarias y de apariencia insignificante. Las ganas de
correr nunca volvieron, pero la risa sí. Y la pena también, pero de eso, de la
pena que pasó al imaginarle muerto, ya no se acuerda.
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