Su única responsabilidad consistía en mirar el cielo. Siempre a la misma
hora y siempre el mismo trozo de cielo. Cinco minutos diarios. En ese lapso de
tiempo soltaba el lastre de su vida presente y pasada, y volaba lo que se dice
con ganas. Y observaba. Y congeniaba con las nubes mientras se dejaba acariciar
por un aire cada vez más liviano. Durante cinco minutos diarios dejaba los
estrechos y trillados caminos de la grava y el asfalto para auparse en
torbellinos que, cualquiera lo diría, resultaron ser de esperanza.
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