La
contemplación de cualquier resto de belleza, por nimia que fuera, castigaba sus
ojos de tal manera que le obliga a cerrarlos. No le educaron para eso. Así las
cosas, aprovechaba la noche para sostenerse en el aire y poder disfrutar de las
alturas estrelladas, de la indomable raíz oscura de esas que levantan las
aceras, y del inoxidable olor del acero. Con todo, apenas si podía dominar las
palpitaciones que sacudían sus entrañas.
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