Conocedor de algunos peligros del mar, y de su majestuosidad, se afanaba en
poner en orden los restos del último naufragio al tiempo que imploraba perdón a
la noche por los pecados que nunca cometió. Ya de madrugada, y con la carne
entera agotada de tanto trajín, sus ojos encendidos de nostalgias pusieron
rumbo a aquella vastedad de sal de la que tanto hablaron los antiguos.
Desierto, creo que era el nombre.
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