Entre
los siete y los setenta y siete días que siguieron a su despedida, noche tras
noche, nunca dejó de ir. Sabía que la volvería a ver. A veces, esclavizado por
esa convicción, llegó a imaginar tras suyo la presencia de su fragancia. Pero
no. Era sólo el deseo que se adueñaba del aire y le jugaba esas malas pasadas.
La volvería a ver. Estaba seguro. Y sería allí, bajo la luna, en ese territorio
de espuma que forman las aguas al morir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario