Su boca
parecía saber lo que iba a decir antes de que lo dijera, pero en esta ocasión
no fue necesario decir nada: abrió los ojos y, una vez más, esa masa de rutina
gris se abalanzó sobre él ocupándolo todo. Al instante, y sin conjuro posible,
una poderosa máquina de inercias se afanaba dentro de su ser realizando ese
limpio y minucioso trabajo que resulta tan del agrado de tantos y tantos
ascetas. En su caso, la válvula de escape al tedio era un tedioso rectángulo
que se media en pulgadas y que se encendía y apagaba pulsando un minúsculo botoncito
rojo. Afortunadamente, no siempre funcionaba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario