Áspera
de por sí, su voz había quedado más enronquecida de lo normal por un ron malo
que se complacía en arrastrar garganta abajo todo lo que encontraba a su paso.
Por eso callaba. Ocurría también que la realidad solía aterrarle, razón por la
cual destruía cuantas pruebas pudiera haber de su existencia, consolándose
después de cada realicidio con la idea de que, bien mirado, no somos más que
sombras. Más detalles: balanceaba durante horas su cabeza hacia delante y hacia
atrás y de atrás hacia delante, pero nunca llegó a comprender el verdadero
significado de su existencia. El dato definitivo: sus cartas de amor contenían
una sola línea escrita; las más de las veces, bastaba el blanco del papel.
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