De belleza errante y trenzas de hierro, jamás tuvo puntales que le
sujetaran, razón por la cual nunca perdió los estribos. Además, su aspecto de
andrajo indómito le procuraba un aura de bucólica rareza que le sentaba
estupendamente, procurándole de paso las suficientes dosis de autoestima. Desde
la infausta tarde aquella en que le hicieron sufrir más que a un cochino, no
era extraño verle amanecer confuso sin saber muy bien dónde esconder unos
dolores secretos que le impedían bajar de ese monumento a la soledad furiosa en
que había convertido su vida. Día tras día nunca supo ser el mismo de ayer y,
quizás por eso, pocas veces encontraba un bálsamo que se ajustara a sus
heridas.
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