Borrachos -y soberbios, y amnésicos desde siempre, y desamparados, y
quejumbrosos, y hacinados en sus propios miedos, y dolientes- de tanto sol y de
tanta mentira, escucharon el ir y venir de unas campanas que anunciaban la
buena nueva de un adiós lejano y, quizás por eso, familiar. Acto seguido
hincaron sus rodillas sobre las frías ruinas de algo que antaño debió ser un
templo y, olvidando su propia humanidad, se despidieron con un hasta nunca que
retumbó de por vida en las bóvedas de sus cansados cerebros.
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