A pesar de no tener buena consideración sobre si mismo, al punto
de poder llegar a odiarse, no por ello dejaba de cultivar con cierto esmero y
minuciosidad ciertas prácticas propias de su especie. Soñar era una de ellas.
Caminaba no se sabe cómo ni por qué a través de un paisaje carbonizado y
ruinoso donde todo era silencio, un camino a lo largo del cual habían colocado
fragmentos de seres humanos que semejaban figuras rotas, asombrosamente bien
conservadas para el lugar y la ocasión. No es que la imagen fuera inquietante
por sí misma (ya la había visto en otras ocasiones y lugares), pero lo cierto
es que no le debió gustar del todo porque se despertó sudoroso y sobresaltado.
Adaptarse de nuevo al estado de consciencia le llevó unos segundos. Se
incorporó del catre y, después de calzarse la botas reglamentarias, salió al
patio de la unidad dispuesto a afinar el ángulo de tiro del mortero.
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