Sobrecargada
la retina, el débil brillo de sus ojos apenas si podía discernir el repertorio
de unas sinrazones que, sin otra pretensión que la de quedar por siempre
sumergidas en su pecho, se agolpaban en el quicio del esternón. Desalado y
falto de fuerzas, a veces no sentía hacia sí mismo el querer que debiera,
momentos éstos que aprovechaban los demonios para repartirse sus despojos. Nada
grave, nada definitivo, nada que, a unas malas, no pudiera resolverse con el
consumo adicional de varios teras de memoria virginal repletos de claroscuros.
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