Cerró
los ojos y dijo sí ante los misterios de lo eterno, que se manifestaban a
escasos centímetros de su boca en forma de unos labios repletos de carne y de
indestructibles promesas amor. A imagen y semejanza de la nada, sustraído de sí
mismo y del mundo, se dejó llevar por las espirales de deseo que sirven de
fundamento a los arcaicos sacramentos del abrazo, la caricia y el beso. Roto,
haciendo abstracción de todo, cualquiera diría que en pleno éxtasis, escuchó en
su interior una melodía silenciosa y sutil, y pidió iniciarse en los misterios
de la ternura y el placer. Cuando, agotado de tanta comunión salvaje, pudo por
fin abrir los ojos, le fueron desvelados uno tras otro todos los enigmas del
amor. Ni que decir tiene que murió feliz, de puro gusto.
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