Las olas parecían dormidas, como si hubieran pasado una larga
noche de insomnio y borrachera y, en espera de un viento reparador que no
acababa de llegar, se relajasen sesteando su agotamiento. Con todo, se notaba
el olor a mar, y cuando cruzó al otro lado del malecón para sentirlo más de
cerca, pensó en su suerte, en el azar, y en aquellos días de verano en Madrid
en los que, con gusto, con mucho gusto, extravió su corazón carmesí dejándolo
para siempre en manos del humidificador.
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