En la colina situada justo enfrente de su casa soplaba una brisa cálida
y suave muy agradable, impropia de un invierno que venía pecando de riguroso y,
por momentos, de cruel. Sin embargo, aquel ciudadano ejemplar salió a cumplir
con su obligado paseo vespertino ataviado con dos abrigos, una bufanda enorme,
calzones largos, guantes y un gorro de cosaco. Lo que pasaba no era nuevo: la constante
búsqueda de la costumbre y el orden habían atrofiado su sentido de la realidad,
de tal modo que se veía incapaz de discernir entre el ser y el deber-ser.
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